Mis investigaciones me
llevaron a un pequeño poblado en el desierto. Llevaba meses investigando sobre
una serie de personas desaparecidas en la ruta hacia Baker, Nevada. Más de una
docena de denuncias que en parte, a nadie le había interesado de no ser por
esta última ocurrida hacía poco.
Según los archivos que pude recopilar, las inexplicables desapariciones habían dado lugar a mediado de los 80’s y luego a finales de los 90’s. En total, 14 personas que habían cruzado esa maldita carretera sin haber podido llegar a su destino. La número quince había desaparecido este mismo año, atrayendo la atención de los medios solo por el hecho de que se trataba de alguien importante.
Bueno, medio importante. Se trataba de una antigua estrella de rock. Alguien que se había hecho conocer más por sus excentricidades que por su carrera musical. Alguien a quien las cámaras aún seguían, por sus escándalos claro está y por supuesto porque les encantaba retratar como el hombre se había convertido en una parodia de sí mismo.
Ya estaba a punto de darme por vencido. Mi informe iba a ser conciso: imposible encontrarlos, se los había tragado la tierra. Pero entonces encontré una pista. Un sucio y miserable traficante de armas me habló sobre un pequeño pueblo en medio del desierto. Él y sus hombres, en pleno contrabando y en la oscuridad de la noche, habían podido divisar a lo lejos una serie de luces que, sin lugar a dudas, suponían algún vestigio de civilización.
La información, desde luego, se logró a cambio de una elevada suma. En un principio me mostré reticente, pero finalmente acabé cediendo, con la única intención de dar una última oportunidad a la hasta entonces infructuosa búsqueda.
Llevaba ya más de doce horas conduciendo y la carretera siempre era igual. Desierto. Un inacabable, desesperante, agobiante y caluroso desierto. Cada segundo en la carretera se volvía más monótono y amenazaba con ser cada vez más soporífero. Empezaba a sentirme como un completo imbécil, hasta que de la nada vi aparecer ese lugar con mis propios ojos.
Allí estaba. El sol estaba empezando a dar paso a la noche y un pequeño pueblo se dibujaba en medio de la nada. Una veintena de casas pegadas una con la otra, no podía comprender cómo esta gente podía querer vivir allí, al igual que no comprendía como es que todavía seguían en pie dada la precariedad de todas y cada una de ellas.
Me estacioné en la primera casa con luz que divisé. Tenía la puerta semiabierta y unos hilillos de luz escapaban de ella. Salí del vehículo y avancé a tientas en esa oscuridad, mientras mis ojos se acostumbraban a ella después de estar tanto tiempo a pleno sol. Entré en la penumbra que se abría ante mí. Una vieja bombilla alumbraba el interior de esa improvisada vivienda.
Cuando ya pude ver casi con normalidad, me di cuenta de que en la esquina más alejada de esa oscura habitación, había un animal acurrucado. Me acerqué lentamente a él. Lo miré sorprendido. Al principio el no pareció reparar en mi presencia, pero de repente alzó la vista y me miró a los ojos.
La bestia se levantó en sus cuatro patas, sus ojos eran amarillos y la lengua le colgaba, parecía casi sonreír. Un coyote fue lo primero que se me vino a la cabeza, aunque este parecía más grande de lo normal. Su famélico cuerpo me hizo suponer que se había refugiado ahí en busca de comida pero entonces, escuché el aullido de sus congéneres en masa y comprendí que no estaba solo.
Aquellos coyotes aullaban a lo lejos y se escuchaba como las carcajadas de un grupo de lunáticos. Él, por su parte, no despegaba su mirada en ningún momento de mí, ni siquiera cuando desenfundé mi vieja Colt, creí que podían oler las armas. Por estos lares a algunos de ellos se les da caza y según sabía, muy pocas veces mantienen contacto con seres humanos. Yo tenía frente a mí a una excepción.
Poco a poco intenté moverme, una baba oscura y repugnante había empezado a gotear del hocico del animal, parecía no poder escapar de su mirada. En un rápido movimiento salí de aquel lugar y cerré la puerta tras de mí. Podía escuchar como jadeaba, como rascaba con las patas, luego un gruñido perverso. Un frío intenso me envolvía pero no me intimidé, no podía ser así, debía de haber alguien en algún lugar.
Rodeé varias casas sin éxito, en varias de ellas había luz pero ninguna que albergara una señal de vida humana. Al doblar una esquina me topé con una decena de coches deshuesados, poco a poco la corazonada con la que había entrado en ese lugar se estaba transformando en un profundo miedo.
Tras avanzar unos pasos más pude distinguir una figura con rasgos humanos, estaba encorvado detrás de uno de esos coches, camine más y era el mismo Billy Elliot, ex estrella ganadora alguna vez de un Grammy a álbum del año, quién se comía los cables de aquella camioneta. Le grité y lo que vi me dejó perplejo, sabía bien que el tipo se encontraba en sus 50’s, que no media más del metro setenta y que por culpa del cáncer de esófago había enflaquecido drásticamente.
Cuando lo vi levantarse parecía medir más de dos metros, los brazos anormalmente grandes y el resto de su cuerpo terriblemente corpulento, en especial su barriga, que llamaba la atención debido a su impresionante protuberancia.
El aullido me hizo salir de mi asombro, el cantar de las bestias me hizo correr, dar media vuelta y correr. Era una locura, una maldita locura y esa cosa empezó a correr también. Crucé una calle y los coyotes se hallaban en fila, quietos, cercándome el paso, era el sacrificio y parecían festejarlo con cada gruñido.
Me metía a una de esas viviendas, atravesé puertas tras puerta hasta alojarme en donde mi cabeza me dijera que era seguro. Subí a donde creo que fue un ático y ahí pude ver, desde una ventana rota, como aquella monstruosidad era devoraba por esas bestias del infierno. Habían rodeado a esa cosa en plena persecución y se la estaban comiendo, podía escuchar el despellejamiento, oler la sangre, sentir el crujir de los huesos y poco a poco ser ocupados por un terrorífico silencio.
Luego de un largo rato no puedo evitar mirar otra vez. La noche develaba una media luna en forma de hoz, iluminaba los restos del festín, iluminaba a todas esas casas con las puertas y ventanas abiertas, iluminaba a aquellos seres despojados de esa piel de bestia peluda, iluminaba las cabezas rapadas sin mucho interés, ilumina las estrellas de seis puntas dibujadas en sus pechos y los delataba como lo que son.
De momento se mantienen ocultos, escondiéndose entre las paredes de este pueblo maldito, vivo escondiéndome día tras día, me buscan constantemente, los escucho durante las noches; planeando, en alguna lengua ignota, los más terribles horrores y yo, escribo esto en un retazo de papel, como medio de advertencia para quien tenga la terrible desdicha de encontrarlo puesto que, si de algo estoy seguro, es que jamás saldré de este lugar.
Según los archivos que pude recopilar, las inexplicables desapariciones habían dado lugar a mediado de los 80’s y luego a finales de los 90’s. En total, 14 personas que habían cruzado esa maldita carretera sin haber podido llegar a su destino. La número quince había desaparecido este mismo año, atrayendo la atención de los medios solo por el hecho de que se trataba de alguien importante.
Bueno, medio importante. Se trataba de una antigua estrella de rock. Alguien que se había hecho conocer más por sus excentricidades que por su carrera musical. Alguien a quien las cámaras aún seguían, por sus escándalos claro está y por supuesto porque les encantaba retratar como el hombre se había convertido en una parodia de sí mismo.
Ya estaba a punto de darme por vencido. Mi informe iba a ser conciso: imposible encontrarlos, se los había tragado la tierra. Pero entonces encontré una pista. Un sucio y miserable traficante de armas me habló sobre un pequeño pueblo en medio del desierto. Él y sus hombres, en pleno contrabando y en la oscuridad de la noche, habían podido divisar a lo lejos una serie de luces que, sin lugar a dudas, suponían algún vestigio de civilización.
La información, desde luego, se logró a cambio de una elevada suma. En un principio me mostré reticente, pero finalmente acabé cediendo, con la única intención de dar una última oportunidad a la hasta entonces infructuosa búsqueda.
Llevaba ya más de doce horas conduciendo y la carretera siempre era igual. Desierto. Un inacabable, desesperante, agobiante y caluroso desierto. Cada segundo en la carretera se volvía más monótono y amenazaba con ser cada vez más soporífero. Empezaba a sentirme como un completo imbécil, hasta que de la nada vi aparecer ese lugar con mis propios ojos.
Allí estaba. El sol estaba empezando a dar paso a la noche y un pequeño pueblo se dibujaba en medio de la nada. Una veintena de casas pegadas una con la otra, no podía comprender cómo esta gente podía querer vivir allí, al igual que no comprendía como es que todavía seguían en pie dada la precariedad de todas y cada una de ellas.
Me estacioné en la primera casa con luz que divisé. Tenía la puerta semiabierta y unos hilillos de luz escapaban de ella. Salí del vehículo y avancé a tientas en esa oscuridad, mientras mis ojos se acostumbraban a ella después de estar tanto tiempo a pleno sol. Entré en la penumbra que se abría ante mí. Una vieja bombilla alumbraba el interior de esa improvisada vivienda.
Cuando ya pude ver casi con normalidad, me di cuenta de que en la esquina más alejada de esa oscura habitación, había un animal acurrucado. Me acerqué lentamente a él. Lo miré sorprendido. Al principio el no pareció reparar en mi presencia, pero de repente alzó la vista y me miró a los ojos.
La bestia se levantó en sus cuatro patas, sus ojos eran amarillos y la lengua le colgaba, parecía casi sonreír. Un coyote fue lo primero que se me vino a la cabeza, aunque este parecía más grande de lo normal. Su famélico cuerpo me hizo suponer que se había refugiado ahí en busca de comida pero entonces, escuché el aullido de sus congéneres en masa y comprendí que no estaba solo.
Aquellos coyotes aullaban a lo lejos y se escuchaba como las carcajadas de un grupo de lunáticos. Él, por su parte, no despegaba su mirada en ningún momento de mí, ni siquiera cuando desenfundé mi vieja Colt, creí que podían oler las armas. Por estos lares a algunos de ellos se les da caza y según sabía, muy pocas veces mantienen contacto con seres humanos. Yo tenía frente a mí a una excepción.
Poco a poco intenté moverme, una baba oscura y repugnante había empezado a gotear del hocico del animal, parecía no poder escapar de su mirada. En un rápido movimiento salí de aquel lugar y cerré la puerta tras de mí. Podía escuchar como jadeaba, como rascaba con las patas, luego un gruñido perverso. Un frío intenso me envolvía pero no me intimidé, no podía ser así, debía de haber alguien en algún lugar.
Rodeé varias casas sin éxito, en varias de ellas había luz pero ninguna que albergara una señal de vida humana. Al doblar una esquina me topé con una decena de coches deshuesados, poco a poco la corazonada con la que había entrado en ese lugar se estaba transformando en un profundo miedo.
Tras avanzar unos pasos más pude distinguir una figura con rasgos humanos, estaba encorvado detrás de uno de esos coches, camine más y era el mismo Billy Elliot, ex estrella ganadora alguna vez de un Grammy a álbum del año, quién se comía los cables de aquella camioneta. Le grité y lo que vi me dejó perplejo, sabía bien que el tipo se encontraba en sus 50’s, que no media más del metro setenta y que por culpa del cáncer de esófago había enflaquecido drásticamente.
Cuando lo vi levantarse parecía medir más de dos metros, los brazos anormalmente grandes y el resto de su cuerpo terriblemente corpulento, en especial su barriga, que llamaba la atención debido a su impresionante protuberancia.
El aullido me hizo salir de mi asombro, el cantar de las bestias me hizo correr, dar media vuelta y correr. Era una locura, una maldita locura y esa cosa empezó a correr también. Crucé una calle y los coyotes se hallaban en fila, quietos, cercándome el paso, era el sacrificio y parecían festejarlo con cada gruñido.
Me metía a una de esas viviendas, atravesé puertas tras puerta hasta alojarme en donde mi cabeza me dijera que era seguro. Subí a donde creo que fue un ático y ahí pude ver, desde una ventana rota, como aquella monstruosidad era devoraba por esas bestias del infierno. Habían rodeado a esa cosa en plena persecución y se la estaban comiendo, podía escuchar el despellejamiento, oler la sangre, sentir el crujir de los huesos y poco a poco ser ocupados por un terrorífico silencio.
Luego de un largo rato no puedo evitar mirar otra vez. La noche develaba una media luna en forma de hoz, iluminaba los restos del festín, iluminaba a todas esas casas con las puertas y ventanas abiertas, iluminaba a aquellos seres despojados de esa piel de bestia peluda, iluminaba las cabezas rapadas sin mucho interés, ilumina las estrellas de seis puntas dibujadas en sus pechos y los delataba como lo que son.
De momento se mantienen ocultos, escondiéndose entre las paredes de este pueblo maldito, vivo escondiéndome día tras día, me buscan constantemente, los escucho durante las noches; planeando, en alguna lengua ignota, los más terribles horrores y yo, escribo esto en un retazo de papel, como medio de advertencia para quien tenga la terrible desdicha de encontrarlo puesto que, si de algo estoy seguro, es que jamás saldré de este lugar.
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