Es casi medianoche, la dulce pequeña se levanta con los ojos
pegajosos, baja por la escalera y estira sus brazos bostezando en cada peldaño. Se rinde
ante el refrigerador, abre la puerta y saca la carne maloliente que derrama
bilis al piso. La corta en pedazos cortos, como a él le gusta, luego incluye un
plato de cereal y un vaso de leche. Está convencida de que un día amanecerá y
encontrará todo completamente vacío. Bueno, nunca hay que perder la esperanza.
Tal vez deba incluir vegetales. Sí, eso debe ser. No lo había
pensado, ella odia los vegetales pero mamá siempre decía que eran buenos para
su salud. Debe pasar lo mismo con él, será por eso que ahora se ve más deforme
y apesta cada vez peor. Podría intentarlo, pero tendría que salir al exterior y
eso a él no le gusta. Tal vez podría arrancar hierbitas del césped. ¡No! Que diría
papá, si estuviera con vida le castigaría.
Así que ya está, llamará a su amiguita y le pedirá que le
traiga algunas cosas. Ella también tiene nueve, tal vez no sea una buena idea después
de todo. Sobretodo sabiendo que hace más de dos semanas que nadie sabe de ella
y sus padres. Piensa y piensa, se encoge los hombros. ¿Qué haremos cuando ya no
haya más en el refrigerador? -se pregunta. Él solo parece comer carne y ella lo
adora, que haría sin su pequeño monstruo. ¿Volver a tener una familia? No, obvio no.
La odiaba, y por eso dejó que con sus delgados y supurantes brazos
los asfixiara mientras dormían, por eso dejó que se alimentara de ellos, por
eso le ayudó a desmembrar cada cuerpo para su posterior preservación. Un gesto
enorme para tan amable benefactor. Ahora su habitación es magia, todo es
muñecas y chocolates, está tan contenta. A partir de mañana piensa llamarle papá
o mamá.
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