Jeremy Miles era un imbécil,
todos en el departamento estaban de acuerdo. Encima, su repentino ascenso como
detective fue como una cachetada para los que nos tenemos que romper
el culo todos los días. Y claro, ser sobrino del alcalde tenía su encanto; eso
seguro, y el comisionado de policía no había tardado en entenderlo.
En fin, lo que nadie sabía era
que se había metido en la cama a su encantadora primita. Eso sí que había sido
una sorpresa. Para la mujer de Roger, para empezar. La pobre no tenía ni tres
meses de haber dado a luz al pequeño Ben cuando los encontró en su propia cama.
Pero bueno, si quizás una vez dudo de su marido jamás alguna vez imaginó hallarlos
de esa forma.
Había sangre en el piso, en el
lavado, en las ventanas y por supuesto, en la cama. El jueguito había durado
bastante al parecer, el lunático había bailado sobre sus cadáveres y se había
encargado de vaciar cada gota de sangre en la habitación. La imagen era
aterradora, visceral, una que a la mañana siguiente seria titular en la página
de homicidios de todos los periódicos de la ciudad.
La mujer era un amasijo de carne
y huesos, parecía que le habían comido la mitad del cuerpo. Jeremy tenía un
hueco enorme en el pecho; carajo, era realmente gigantesco. Llegaba hasta lo más
profundo de sus entrañas y abarcaba todo su tronco. Si había sufrido o no la
imagen era como mínimo perturbadora, la sonrisa congelada en su rostro era la
broma que nadie se atrevía a reír.
Van a pensar que soy una mala
persona y la verdad, no me importa, el tipo se lo merecía y ya. Bastardo egoísta
y engreído. Claro, en ese momento, en la misma escena del crimen, no esperaba
que el alcalde en persona se asegurara de que yo tomara el caso. Así fue,
imagínense mi cara caminando a la morgue unas horas después.
Para Bob era una tarde
cualquiera, el viejo barrigón parecía mirar al cadáver como un vegano contempla
una ensalada. Sin duda la visita le había hecho el día, casi divertido me dijo que
en muy raras ocasionas llegaba a toparse con casos como este. Su reputación al
servicio del departamento era incuestionable, lo tenía claro. Sin embargo, había una
extraña fascinación en sus ojos que me aterraba. Sus manos parecían casi
desesperadas por enterrarse en la carne del muerto.
La autopsia comenzó como
cualquier otra. Brazos, piernas, cabeza, el tema como muchos imaginaran se puso
interesante en el pecho. Sí, la conversación se hizo jocosa aquí: ¡ahí está!, ¡uy!, ¡no escaparas! Con el brazo
completamente sumergido y persiguiendo vísceras como si se tratara de una comedia,
una muy vil, triste y mediocre.
El grito casi me tira al piso, lo
reconozco. Me sorprendió, aunque casi lo esperaba, verán, estaba harto. Quería que
algo saliera de ese montón de entrañas, le arrancara la mano a Bob y por fin se
dejará ya de estupideces. Las cosas, digamos… salieron más o menos como me lo
imaginaba. La diferencia es que el grito
vino del muerto, uno gutural que parecía salir del averno.
El chillido del viejo Bob no se
hizo esperar, le dije que se calmara y que siguiera haciendo su maldito
trabajo. Tenía una cita a las seis y las cosas ya se habían vuelto demasiado
complicadas. Ni una sola de mis amenazas pudieron detenerlo, cuando el cadáver empezó
a sacudirse en la mesa salió corriendo dejándome a solas con ese espectáculo de
la película de Re-Animator.
No pueden juzgarme, no se atreverán.
A ver, díganme. ¿Qué hubieran hecho en mi lugar? Por supuesto, tomar la sierra
y empezar a cortar. Pero no, Cristo o Satanás estaban dispuestos a joderme el día.
Había calculado que no me llevaría entre diez minutos o menos cuando el cadáver
de Jeremy Miles se levantó con la cabeza echada para atrás.
Maldito Jeremy, maldito Bob, malditos
esos dos guardias que importa un carajo como se llamaban. Te explico, esa cosa
no podía salir hasta que abrieron la puerta. Ah, pero claro, con un arma en la
mano todos son muy valientes; no duraron mucho cuando el apéndice, cual látigo,
emergió del pecho del muerto para arrancarles la cabeza a los tres.
Haya sido compasión o no, me
quejo del ahora y no de ese momento. El tipo escapó a quien sabe dónde y yo aquí,
con las seis menos cuarto, esperando que alguna luz me ilumine para escribir algo en este condenado informe.
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