El omega en su muñeca fue lo primero que me hizo fijarme en él. El reloj era carísimo; claro, lo había visto en un catálogo hace un par de semanas. Tenía el pelo alborotado, y la sonrisa estúpida. Encima tambaleaba, y la bebida que contenía su vaso no era ni medianamente fuerte. Parecía caído del cielo, al menos para mí, cruce los dedos y comencé a caminar.
No fue muy difícil llamar su atención, mi escote estaba siendo suficientemente generoso y sus ojos no parecían detenerse solo en eso. En fin, pasamos la noche y al otro día ya quería que me casara con él. Puse en acción todas mis virtudes, si mi madre viviera seguro que habría estado muy orgullosa. Deje completamente seco al maldito. Y no me refiero a sus bolas, por supuesto.
La fortuna parecía haber llegado a mí como por arte de magia. Esa misma semana conocí otro imbécil dispuesto a sumar ceros a mi cuenta personal. Otro ingenuo hijo de papá, con el miembro tan grande como su cerebro a la hora de darme su teléfono celular. Es que hay que se retrasado para guardar claves de acceso en algo que están fácil de encontrar.
Bueno, las sonrisas fueron lo primero y la desgracia cayó sin llegar a disfrutar de todo ese dinero. El virus o no sé qué mierda, se extendió tan rápido, que en menos de dos noches el mundo se despojó de la poca humanidad que le quedaba. ¡Puff! Salían de todas partes, y empezaron a atacar a la gente. Me sentía en un videojuego, sin pistola, y sin un Leon Kennedy al que engatusar.
Cuando me obligaron a salir de mi edificio alcancé a refugiarme en una tienda de un pequeño centro comercial. Después de una horas, lo que ocurrió si fue más que una sorpresa. No esperaba tanto amor de su parte, los tortolos habían venido a rescatarme, estaban más feos, pero tan babosos como antes. Habían salido tan fieles y tan mala persona, yo.
En fin, escribo esto antes de que tiren la puerta. Es evidente que están locos por mí. No sé cómo explicarles que no les guardo ningún remordimiento por dejarme.
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