Capítulo IV
Mike
Terminó de vestirse, y le dijo que todo estaba bien. No era verdad, pero quiso creerle esta vez. Había estado a punto de mandar todo al diablo y llevarla a un hospital la pasada noche, pero la fiebre y los escalofríos habían cesado; sin embargos, esas pesadillas seguían ahí.
Hana se había comportado de manera muy extraña desde ese día en la biblioteca. Se negaba a que la visitaran y no contestaba ningún mensaje, ni siquiera los de Becca. Y cuando fueron con Roland para proponer la salida, sus padres prácticamente tuvieron que obligarla a irse con ellos. Acfred le dijo que hacía casi una semana que no salía de su cuarto. Rut también estaba muy preocupada.
— ¿Crees que saldrás de esta? —preguntó Roland, divertido.
— Viéndolos así, creo que preferiría estar muerta —dijo Hana, haciendo una mueca desagradable—Mike, ¿puedes creer que Becca me sigue ignorando?
— Deja a los tortolos tranquilos, ¿por qué no me acompañas a buscar leña?
— No, no. Vete con Roland, Becca y yo tenemos que hablar—anunció, haciendo ese puchero con el que siempre se salía con la suya.
Realmente se veían muy bien, pensó Mike. Hacían una muy linda pareja, y no podía creer como había sido Roland tan ciego. Después de conspirar lo suficiente, y con todas las cosas a su favor, por fin Becca se había confesado. Había llorado de risa después de ver la cara de su amigo, para una hora más tarde estar aterrorizado en su tienda con el estado de Hana.
— Mueve el culo, granjero. Si cazo algo, no compartiré mi almuerzo de nuevo.
— No se alejen mucho por favor, vuelvan pronto—reclamó Becca, envolviendo a su novio en sus brazos y casi mordiéndole la oreja
— Dios, cánsense un poco, ¿no?
— Verdad que sí—contestó Ana, exigiendo furiosa que le devolvieran a su amiga.
Anoche había temblado en sus brazos presa de la fiebre, y ahora parecía tan risueña, cuando despertó incluso habían hecho el amor. No entendía lo que ocurría entonces, ¿había hecho él algo mal?, ¿por qué no se atrevía a contarle lo que le ocurría? Le había repetido que solo era estrés, pero era evidente que había algo más. Su viaje a la capital, probablemente; Mike no quiso pensar en eso, al menos no en ese momento.
— Nunca olvidare este lugar—dijo, Roland, con una sonrisa que ya no le cabía en el rostro—Oye, Mike. ¿Por qué nunca me lo dijiste?
— Vete a la mierda, tío. Vete a la mierda
— En serio era tan obvio—se giró, sorprendido.
— Tengo sueño, hermano. Démonos prisa, anoche no dormí casi nada por lo de Hana. Y ahora que lo recuerdo, ustedes tampoco, ¿verdad?
— No sé de qué hablas—respondió.
— Mira, ahora le debe estar contando sobre tu “pequeño problema”, y deben estar buscando juntas una forma de decirte que el tamaño no importa.
— Anoche solo recordábamos nuestra historia cuando éramos niños. Viejo, no llevamos ni veinticuatro horas juntos, y crees que ya me la follé.
— Pero sabes, ella le preguntará por el mío, y comparará tamaños. Entonces eso sí que le va a joder.
— Un comentario más y te juro que te meto esa linda escopeta tuya en el culo—anunció, más que dispuesto a cumplir su palabra.
Faltaban un par de meses todavía para que terminara el invierno, era su oportunidad. La idea había estado dándole vueltas las últimas semanas y ahora estaba seguro. No iba a soportar ver a ese par juntos tan felices todos los días, la necesitaba a ella o iba a morir. Pero Hana había planificado todo para vivir sola en la capital, tal vez si la sorprendía una vez se hubiera establecido allá, la noticia le vendría mejor.
¿Y si se enfadaba con él? La veterinaria de sus abuelos era la única en el pueblo, y le necesitaban. Le había dicho una vez que tenía que ser fuerte también por ellos. Y Mike, en el fondo, solo quería estar con la mujer de su vida. Pensó en lo que estaría conversando con Becca, en lo que le estarían contando que a él no le podía decir. Tal vez, buscaba el momento para terminar la relación antes de su partida. Sí, y tal vez se estaba comportando como un verdadero imbécil.
— No escuchó a ningún animal—dijo, Roland.
Era verdad, no se escuchaba nada desde que dejaron el campamento.
— Solo recojamos un par de troncos más y nos largamos.
— Hay algo allá arriba, no sé qué es, pero está asustando a los animales—declaró, Roland.
— El granjero cree en los fantasmas.
— Nunca dije que fueran fantasmas, ¿recuerdas lo que te conté el otro día?
Hace una semana el padre de Roland había salido de cacería y encontró algo bastante inquietante. Por supuesto que no le creyó, pero cuando se cruzaron con el viejo le confirmó la historia. No mentía al parecer, y por su cara, no parecía estar jugándole una broma.
Primero encontró a un ciervo, o lo que quedaba de él, estaba decapitado, y alguien o algo le había quitado la piel del cuello hasta la cola. Con un limpio corte había vaciado sus intestinos dejando en el pobre animal un hueco enorme.
Metros más adelante había visto algo peor, decenas de ardillas yacían en la hierba desolladas, al arrodillarse para vomitar se percató de que algunas de ellas estaban al revés. Como cuando le das vuelta a un calcetín. Por eso habían decidido acampar en ese lugar, con una pendiente que te llevaba directamente a la carretera, y fácil de encontrar para cualquier guardabosque.
— Iré a echar un vistazo.
— ¿Estás loco? ¿y si se trata de un oso? —gritó Roland, enfadado—Necesitas un buen rife, no le harás nada con eso.
Tenía razón, pero necesitaba estar solo un momento, al menos unos minutos.
— Solo echaré un vistazo, no tardaré mucho.
Roland debió notar por su rostro lo que realmente quería y no dijo nada más.
Mientras Mike caminaba, no dejaba de pensar en lo que había escuchado decir a Hana en sus sueños. Estaba relacionado con su niñez, estaba seguro. Era algo relacionado con sus muñecas… le hablaban y la hacían llorar, en su pesadilla se había doblado de dolor sacudiendo su cabeza tratando de hacer que se vayan. Lo último que había podido entender era sobre una anciana terrorífica que le perseguía, y a la cual le tenía pavor.
El solo tenía miedo de no volverla a ver. Tres años, le había dicho. Era demasiado. No iba a poder, así que quizás era mejor que el mismo fuera quien terminara la relación por el bien de los dos. Era lo más sensato, pensó. Y se preguntó si sobreviviría; porque se llevaría su alma cuando la viera partir, aunque por supuesto que le regalaría un hasta luego y la más falsa de sus sonrisas. Ella merecía algo más, ya era hora de dejar de ser egoísta por un momento.
Cuando se dio la vuelta, de pronto escuchó un murmullo a lo lejos. Apretó el paso, tratando de encontrar la fuente hasta que escucho a Roland gritar con fuerza. Comprobó su arma cargada y empezó a correr deprisa, solo esperaba que no fuera una de sus bromas o el que acabaría con la escopeta en el culo seria él. Le llamó un par de veces, pero no contestó, siguió llamando hasta que atravesó un arroyo y dio por fin con él.
Se quedó completamente congelado, sin respuesta, y con los ojos que parecían a punto de salir de sus orbitas. Roland flotaba en medio de hojas y ramas secas, se elevaba como a seis metros del suelo, y escurría sangre por todas partes. Cuando se atrevió a poner un pie en ese círculo de irrealidad, descubrió a dos hombres que le miraban fijamente.
El primero era un hombre bajito y obeso, de unos sesenta años aproximadamente. Tenía un pulcro traje que le daba el aspecto de cualquier gerente de oficina, o de un veterano vendedor de alguna compañía de seguros. Su mirada era amable, casi igual a la de Acfred cuando estaba a punto de contarle una gran historia. El segundo, en cambio, era completamente distinto.
No le gustaba su cara, ni su sonrisa que no era más que una mueca burlona. Tampoco le gustaba sus ojos de cuencas profundas, ni las mejillas hundidas y sin afeitar, ni la frente despejada y quemada por el sol. Pero lo que menos le gustaba era el extraño cuchillo ensangrentado en su mano izquierda.
Mike reaccionó levantando rápidamente su escopeta; se escuchó un disparo, pero el arma y ambos brazos estaban en el suelo. No entendió al principio lo que estaba viendo hasta que por fin empezaron a quemarle los muñones y salpicar la sangre como regadera. Pensó en Hana y en sus abuelos, mientras el metal perforaba su vientre hasta perderse y jugar un poco con sus intestinos. El segundo impacto ya no dolió tanto como el primero, abrió un agujero tan grande que cuando por fin salió de su interior ya no sentía ningún musculo en su cuerpo. No pensó en nada más después de eso.
…
Izel no le había permitido comer. Un regalo para la anciana, había dicho, y se había detenido a envolver los cuerpos en esa seda oscura para transfigurarlos con el signo de Asda.
Anoche sintió volver la enfermedad, se había abrazado con todas sus fuerzas para no matarlos antes de que Izel llegara, pero el hambre había sido más fuerte. Pero cuando intento poner un pie en el campamento el ÁBARA le había espantado, fue extraño, como si varios signos hubieran cargado el aire de un maleficio que nunca había sentido. No tuvo el valor, y eso le había puesto furioso.
— La otra mujer es mía—declaró, Klaus. Hambriento.
— Como quieras—contestó, Izel.
Algo empezaba a cambiar en su cuerpo, lo sentía desde hace meses, pero ahora era más fuerte. Tenía que detenerlo cuanto antes, su pecho le ardía, y su estómago no parecía dejar de moverse.
— Solo será… un poco.
— Claro—afirmó, Izel.
Se estaba riendo de él, lo mataría, juro que lo mataría en ese instante. Casi saboreaba el momento cuando escuchó las risas al otro lado. Comería primero.
— Ehh… hola—dijo, su alimento.
— ¿podemos ayudarles en algo? —preguntó, aquel ser que le perturbaba.
Les observaron por casi más de un minuto confundidas, hasta que Izel hizo el signo de Asda e invocó a sus perlas. Una a una empezaron a rodar divertidas por la hierba, hasta chocar con una de las botas de la rubia y entonces, se hizo el horror. Cientos de ellas empezaron a sumergirse en su carne desesperadas hasta ocupar todo su cuerpo. Era su momento, hizo el signo de Kann, y la elevó unos metros para que en un instante la cortara por la mitad con su seax.
La elegida empezó a gritar, y gritó mucho más cuando Klaus corrió a satisfacer su necesidad de carne. Era deliciosa, demasiado deliciosa, y sintió que podía estar horas y horas masticando. Lamentablemente ese placer se interrumpió.
— Viniste a matarla, ¿verdad? —preguntó, Izel.
— No se la llevaran —dijo, la mujer.
Ni siquiera sintió el ÁBARA moverse, pero ahí estaba, de pie, frente a ellos. Interponiéndose entre la elegida y ellos. Aquella misteriosa mujer no tenía cabello y era muy alta, era imposible, les habían seguido el rastro, hizo el signo de Kann e invocó una alabarda. Entonces la elegida salió huyendo, gritando y llorando al mismo tiempo. Nadie se movió.
— Nos la llevaremos, y a ti también. —le prometió, Izel.
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