Capítulo II
Paranoid
Tiffany despertó con el débil sonido de un sollozo en la distancia. Al principio, su cansada mente asoció el sonido con su hermano menor. Pero cuanto más tiempo permanecía ese sonido, mas empezaba a darse cuenta de lo raro que sonaba. Los sollozos se parecían a los de un hombre adulto, y venían de fuera de la casa.
Después de buscar por un par de minutos su móvil a ciegas, recordó donde lo había tirado, tenía una decena de llamadas perdidas de números aleatorios sin ningún sentido. Se asustó cuando empezó a sonar, Becca había cambiado su ringtone otra vez. “Paranoid”, de Black Sabbath, era demasiado para su cabeza en esos momentos, así que colgó.
Pronto su estómago empezó a revolverse, le había dicho a Becca que no quería ir a esa fiesta, pero como siempre, había insistido hasta el hartazgo arrastrándola con ella. Intentó encender las luces del baño, pero no respondieron, y mientras aliviaba sus tripas, observó confundida en su teléfono, como el reloj marcaba las tres menos cuarto. Era imposible, estaba segura que había llegado a las tres.
— ¿Puedes revisar cómo están los niños, por favor? —escuchó a su madre murmurar.
— No son los niños—respondió su padre, con un tono bastante molesto.
Aquel sonido de angustia también los había despertado. Tiffany también lo seguía escuchando, y con seguridad todos los vecinos, varios de ellos habían empezado a gritar que se callara desde sus ventanas. La policía vendría pronto, estaba segura. Así que intentó volverse a dormir.
…
El grito la golpeó de una forma brutal, cuando terminó, sintió como los dedos que había enterrado en sus odios devolvían dolorosamente sangre. Se levantó demasiado molesta como para llamar a la puerta, pero se sorprendió al ver la habitación de sus padres vacía. La cama seguía tibia, y tanto sus teléfonos como sus pantuflas seguían en la habitación. Se asomó nerviosa a su ventana, no vio nada en la calle más que una lluvia apestosa que caía sobre una ciudad ahogada en la oscuridad.
— No salgas… por favor —susurró, una voz a su espalda.
Becca le había regalado unas entradas para los Colorado Rockies que su mismo hermano le había obsequiado. Al final, se las dejó a ella, porque iría a Tokyo siguiendo la gira de esa maldita banda que era el furor del momento. Había pensado ir con Max ese día, comprarle una de esas camisetas y, con suerte obtener algún autógrafo que inmortalizara el momento.
— ¡El Monstruo…! —chilló—se los llevó.
Sus padres odiaban ir al estadio, y él siempre había ido con ella. Incluso un par de veces había querido escaparse de casa para ir solo. Ya era un chico grande, les había dicho. Y lo era, sin embargo, la imagen que vio no correspondía a ese chico grande y fuerte que tanto se había jactado de ser. Estaba completamente aterrorizado.
Se arrodilló ante él y lo abrazó. Tardó mucho en calmarlo y lo arrulló, como lo hacía cuando tenía menos de cinco. Entonces sintió en ese mismo instante que había mojado el pantalón.
— Oh no, Max. Pero mira lo que has hecho… ¿Qué te pasa? —preguntó, calculando lo que tardaría en limpiarlo en la bañera.
— El… mons…truo—susurró despacio. Señalando la ventana.
Cuando se giró, en efecto, algo se movía allá afuera. En realidad, estaba tan oscuro que no se veía muy bien. Intento acercarse lentamente a la ventana, pero Max se aferró a su brazo con una fuerza que casi sintió que se lo iba a romper.
— Max… Max… me lastimas. ¿Dónde está papá y mamá? ¿Qué está pasando? —se quejó, adolorida.
Aquel horrible llanto les paralizó, venia del primer piso. Max tomó su mano y corrió en dirección a su habitación. Cerraron con llave y antes de que se dieran cuenta, ya se habían metido bajo la cama. Max temblaba, mientras no dejaba de repetirle que no hiciera ningún ruido. Tiffany no entendía que demonios estaban haciendo, todo esto era una locura. Probablemente sus padres necesitaban ayuda.
— Ahí viene— susurró.
Sintió como algo subía por las escaleras hasta el segundo piso. Lo que sea que fuere, gimió, y el sonido esta vez le recordó al de una tubería atascada. Intento liberarse de Max para abrir la puerta, pero el ruido de alguien corriendo a toda velocidad por toda la casa le hizo retroceder. Escuchaba como un montón de cosas se estrellaban y se rompían, mientras las puertas se azotaban con brutalidad. Su propia habitación estaba al lado de la de Max, y sintió la respiración de esa cosa atravesar la pared. Luego silencio.
...
Tuvieron que pasar unas cuantas horas, por fin había dejado de llover. Sin embargo, seguía tan oscuro como antes, la ventana de Max daba hacia el balcón de uno de los vecinos, era pequeña, pero Tiffany calculo que podrían saltar sin ningún problema. Treparon con éxito, para luego columpiarse y tirarse al jardín. Sus tobillos le dolieron mucho, pero fue valiente por Max, le pidió que se arrojara, y gracias a Dios, pudo atraparlo sin que se lastimara.
Trataron de dar la vuelta, para poder echar un vistazo a la casa por el patio. Max había dejado de hablar y eso le asustaba más, se había parado sin moverse mirando fijamente la ventana de los vecinos. Entonces alzó su dedo, y señaló directo al tejado.
Un hombre cayó ante sus miradas congeladas. Ni siquiera alcanzó a digerir esa aterradora imagen, cuando una especie de tentáculo gigantesco escapó de la ventana para descender lentamente al cadáver. No podía creerlo. Luego de abrazar una de sus extremidades, no tardo mucho tiempo en trepar nuevamente cargando el cuerpo a la habitación.
—Fany… Fany… tengo miedo.
También tenía miedo, mucho miedo, tanto miedo que no se podía mover. Quiso hablar, pero de su boca no salió nada, quiso llorar, pero ninguna lágrima se le escapaba, y Max empezó a tirar de ella esperando una respuesta, la que sea. Hasta que sintió algo moverse a su costado.
Parecía andar a cuatro patas, pero todas sus extremidades se doblaban en una forma que no era animal ni humana. Su tronco era una bolsa palpitante y amorfa, pero lo peor era su cuello, se doblaba gigantesco hasta terminar en una cabeza, que no era otra que la de la señora Jené. Ahí estaba, con sus mismos anteojos, y su mirada tranquila mientras se balanceaba, casi esperando que se sentaran a la mesa para disfrutar de la parrilla que siempre compartía con su familia.
Gritó con un chillido muy agudo, retrocedió bruscamente y se arrojó con todas sus fuerzas trepando las rejas que daban a la carretera. Max por suerte las atravesó. No sabía como pero casi podía correr con más rapidez que ella, y esa cosa no había tardado tampoco en ir corriendo tras ellos; si es que a eso se le podía llamar correr, cada vez que se movía se contorsionaba dándole un aspecto enfermizo y pesadillesco.
Clamaron por ayuda por todas las calles y avenidas que cruzaron hasta que sus cuerpos ya no pudieron dar un paso más. No podían respirar. Entonces fue Max quien decidió esconderse debajo de uno de los tantos autos abandonados. Se abrazaron juntos, confundidos, asustados, exhaustos, que sin darse cuenta cerraron los ojos en su debilidad.
Comentarios
Publicar un comentario