Dos corazones. Había tenido mucho tiempo para pensarlo. Vagando prácticamente a la deriva, se detuvo en un paso de cebra. El semáforo estaba a punto de ponerse en verde para los conductores, y en cuanto lo hizo, un monovolumen se puso en marcha. No aceleró bruscamente, no quemó neumáticos. Simplemente se detuvo a esperarla, pero Ana no se movió.
A su conductor no pareció gustarle, así que hizo notar su disgusto con una serie de bocinazos e insultos. Un todoterreno rojo brillante, pisó el acelerador a fondo, y en cuanto logró ponerse a su altura, se abrió hacia la izquierda invadiendo el carril contrario para estrellarse con un gigantesco camión.
Las calles estaban repletas de transeúntes que parecían querer huir. Todos trataban de evitar la mirada de los demás y, cuando las cruzaban, surgían expresiones de violencia apenas contenida o de temor. Ana no se inmutó, y el monovolumen que también la había rebasado hacia segundos terminó empotrado en una tienda de comida para gatos.
Tenía que escapar antes de que se cerrara el círculo. El trato eran dos corazones humanos. No era barato, pero si sabía aprovecharlo bien, no era caro. Ana se aproximó al primer accidente, aunque no había sido un accidente. A su alrededor la multitud entró en pánico, decenas abandonaron sus vehículos para alejarse corriendo con todas sus fuerzas.
Cuando llegó al todoterreno, el tipo del camión ya se había alejado cojeando varios metros, entonces contempló a su primer corazón. El metal debía de haberle aplastado las piernas, estaba cubierto de cristales, y los airbags y el cinturón le tenían prácticamente inmovilizado. Era un hombre de cabello rubio ensangrentado y ojos azules de moribundo.
Con el rabillo del ojo pudo ver como su segundo corazón escapaba con un grito de triunfo de su coche. Era un hombre joven, de unos treinta o treinta y cinco años, musculoso de gimnasio, bronceado de cabina, con ropa cara de estilo informal. Después de mirarla fijamente abrió su maletero para sacar una barra de metal.
Ana sacó su cuchillo. El conductor se volvió, con la palanqueta firmemente sujeta. Describió en el aire un arco brutal de izquierda a derecha. Ana retrocedió un paso para evitarlo. Antes de que lo intentara nuevamente el cuchillo de hierro se hundió profundamente en su axila. Salió y volvió a hundirse entre sus costillas, por debajo del corazón. Salió una vez más y, dando un paso atrás, Ana dejó que el conductor se desplomase en el suelo, agonizando.
Después, en silencio, se arrodilló a su lado y abrió los músculos del abdomen de un profundo tajo. Sin dudar, introdujo la mano por la abertura y alcanzó el corazón. Y se lo sacó. Con él en la mano, regresó junto a la mujer. Pero cuando llegó a su lado, ya había muerto, hábilmente cortó los airbags y el cinturón, y le abrió el pecho para recoger el segundo corazón.
Avanzó a través de calles laterales y callejones, aunque en realidad no creía que nadie fuera a intentar detenerle o hacer preguntas sobre los corazones que llevaba en ambas manos chorreando. Aun así, pensó que era mejor mantener la discreción. Estaba en uno de esos callejones cuando le cerraron el paso. Era casi un niño. Ana dejó los corazones en el suelo y enseñó la moneda. Y por fin hizo su pregunta.
Anamalech suspiró cuando la vio caer completamente muerta. No fue la respuesta, sino la pregunta, no había sido la correcta, casi sintió algo parecido a la compasión cuando recordó que restaban diecinueve brujas. Levantó la vista, la ciudad se escuchaba inundada por el caos. Todavía faltaban dos horas para que el circulo se cerrara así que sentó a esperar.
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