Bajo los árboles, él era el señor. Bajo los árboles no había escapatoria, como atestiguaban los cuerpos de los que habían intentado huir. Podía haberse limitado a encadenarlos, o simplemente partirles las piernas, pero eso no habría reflejado tan bien la idea que deseaba trasmitir: desesperación. Una vez que alguien pisaba la sombra de sus árboles, no había escapatoria.
No era un hombre especialmente grueso, pero los años ya pesaban y tampoco se mantenía en muy buena forma. Así que esa larga carrera que había tenido por sus dominios esa noche, le había dejado completamente agotado. No había sido fácil, así que tuvo una idea. Se acomodó lo mejor que pudo en sus nuevas sillas y se sentó a descansar. La primera, gimió de dolor.
Él era el señor, recordó. Y apenas hace unos minutos había tenido suerte de que no le pegaran un tiro. Niñatos, pensó. Mierdecillas. Si hubieran tomado su mejor oportunidad, le habrían cortado la garganta rápidamente, pero prefirieron confiar en el viejo tambor de un revolver del siglo anterior. Con los ojos cerrados, saboreo la bilis que le llegaba del estómago.
Había pensado en la muerte muchas veces, no es que le espantara la idea. Llevaba viviendo con esa perra muchos años, y nunca le abría las piernas. Era el señor, y como gran señor, prefería morir enterrado con su legado, en su tierra, bajo esos viejos árboles que lo vieron nacer y moldearse como su supremo depredador. De pronto se sintió muy solo.
Con los ojos cerrados, lloró y aguardó. Pero nadie vino a por él. Al final abrió los ojos y contempló los cadáveres en el suelo, y a sus nuevas sillas observarle con la mirada vacía. No había cambiado de postura en varios minutos así que empezó a incomodarse. Carraspeó para aclararse la garganta y lanzó una orden. Sus palabras todavía tenían poder.
Tomó su cámara polaroid y se acomodó nuevamente. El trato era que, si le servían bien como asiento durante una hora, los dejaría libres. Si no, los colgaría. Lo que no sabían era que «servir bien» era un término ambiguo. Al cabo de diez o quince minutos diría que eran incómodos y haría colgar a uno, para después dejar que los otros tres pensasen cómo podían volverse más cómodos en la siguiente media hora.
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