Bajo los árboles, él era el señor. Bajo los árboles no había escapatoria, como atestiguaban los cuerpos de los que habían intentado huir. Podía haberse limitado a encadenarlos, o simplemente partirles las piernas, pero eso no habría reflejado tan bien la idea que deseaba trasmitir: desesperación. Una vez que alguien pisaba la sombra de sus árboles, no había escapatoria. No era un hombre especialmente grueso, pero los años ya pesaban y tampoco se mantenía en muy buena forma. Así que esa larga carrera que había tenido por sus dominios esa noche, le había dejado completamente agotado. No había sido fácil, así que tuvo una idea. Se acomodó lo mejor que pudo en sus nuevas sillas y se sentó a descansar. La primera, gimió de dolor. Él era el señor, recordó. Y apenas hace unos minutos había tenido suerte de que no le pegaran un tiro. Niñatos, pensó. Mierdecillas. Si hubieran tomado su mejor oportunidad, le habrían cortado la garganta rápidamente, pero prefirieron confiar en el
Dos corazones. Había tenido mucho tiempo para pensarlo. Vagando prácticamente a la deriva, se detuvo en un paso de cebra. El semáforo estaba a punto de ponerse en verde para los conductores, y en cuanto lo hizo, un monovolumen se puso en marcha. No aceleró bruscamente, no quemó neumáticos. Simplemente se detuvo a esperarla, pero Ana no se movió. A su conductor no pareció gustarle, así que hizo notar su disgusto con una serie de bocinazos e insultos. Un todoterreno rojo brillante, pisó el acelerador a fondo, y en cuanto logró ponerse a su altura, se abrió hacia la izquierda invadiendo el carril contrario para estrellarse con un gigantesco camión. Las calles estaban repletas de transeúntes que parecían querer huir. Todos trataban de evitar la mirada de los demás y, cuando las cruzaban, surgían expresiones de violencia apenas contenida o de temor. Ana no se inmutó, y el monovolumen que también la había rebasado hacia segundos terminó empotrado en una tienda de comida pa