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ESCÉPTICOS



Aquellas noches de tormenta mi mamá me acariciaba el pelo; me susurraba al oído, con suavidad, me decía que no había nada qué temer en la oscuridad. Que no existían monstruos ni seres acechando en los rincones de mi habitación, ni nada que se le parezca.

En ese entonces no podía dormir sin temer a una mano delgada y pálida se asomase desde abajo de la cama, no podía dormir sin temer a esos salvajes ojos que brillaban en el fondo de mi clóset. Y aunque, en mis recuerdos le sonreía y aceptaba creerle, sabía ya desde entonces, que tenía que aprender a aparentar y que tendría que estar dispuesto a disfrazar mi verdad.

Cuando estaba en tercer grado, escuche  rumores  sobre el fantasma de una niña. Para ese entonces había visto el vestigio de una sombra, de algo que movía sus piernas mientras el columpio se inclinaba intermitentemente. La maestra nos decía que toda esa clase de cosas eran cuentos, historias de hadas o el producto de una imaginación verdaderamente ociosa a la que sería tonto creerle una sola palabra; y aunque todos asentimos en silencio, sabía en el fondo que era una verdad a medias.

Con el pasar de los años desarrolle una fuerte migraña, una vez tuvieron que hospitalizarme y aquella noche tuve una pesadilla, no la recuerdo muy bien pero cuando desperté los fluorescentes parpadeaban y, con sus instantes de oscuridad, se observaban extrañas y fugaces siluetas, sombras sobre los blancos muros. 

Me levanté y traté de acercarme a la única enfermera de turno pero al ir aproximándome, con el ir y venir de la luz, su rostro se volvió una máscara de carne purulenta. Una macabra forma que no debiera estar ahí, fueron instantes de eterno horror para luego volver a ser como era antes. Me miro preocupada, me pregunto si todo está bien… yo solo asentí. 

Mis amigos siempre han reído de mis historias, desde su perspectiva todo está en mi imaginación.

Hoy fuimos de campamento y alguien se le ocurrió la brillante idea de contar historias de terror. 

Me acerco un poco más a la fogata, me inclino hacia atrás y dejo andar libre mi cabeza mientras escucho cada una de sus historias. De pronto un tenso silencio y lo veo, me mira de una forma  asquerosa, estoy pálido y justo cuando estoy a punto de gritar uno de ellos arremete, tras el final de una de las historias, para profesar el credo: que todo eso no son nada más que historias, que en verdad y sin lugar a dudas no hay razón para temer a la oscuridad.

Espero paciente a que nuestras miradas se encuentren; cuando eso ocurre, su estúpido parloteo es interrumpido por la respiración de aquella cosa sobre su hombro y mientras el rostro desencajado de cada uno de mis compañeros va manifestándose; yo espero, con el rostro ligeramente echado hacia atrás, mi turno, para preguntar, si es que de verdad, está seguro.

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