La pequeña criatura descansa en la fría piedra seca hasta los huesos, un grito desgarrador atraviesa la comarca, la frágil mujer se lleva las manos al pecho y aúlla al reconocer al niño que parió hace nueve inviernos. No hay consuelo y el hombre a su lado lo sabe, jura con su espada en alto la más cruel venganza y maldice a los Dioses por tal inmisericorde castigo. El otrora sabio anciano se frota la cabeza inútil, los guerreros solo atinan a mirarse los unos a los otros más y más confundidos mientras se disponen a cavar el decimocuarto hoyo en esta tierra maldita. Los cánticos a los Altos solo parecen encolerizarlos, las semillas no germinan, los animales huyen enfermos y la noche se ha encargado de llevarse a las almas más inocentes a la temible oscuridad. Ahora el fuego crepita monstruoso, y a su alrededor cada mujer y hombre clama con la cólera corriendo por sus venas, que no tardaran en encontrar a los asesinos. Más allá, en lo profundo del bosque, el único sonido que