La pequeña familia sale de una cafetería, la niña avanza
presurosa delante de ellos. El tipo se detiene en una esquina a comprar el
periódico de la tarde, la mujer cruza la calle cargando a la pequeña en sus
brazos. Un instante, un parpadeo en el tiempo, un chirrido estrepitoso y el
golpe es mortal. Gritos en todas direcciones, miradas de horror.
Despierto. Llevo ambas manos a mi rostro, me tiembla el
cuerpo.
Mismo sueño, mismo despertar. Odio el invierno, el clima me
obliga estar aquí más de lo habitual. Prisionero en mi propia casa y es que, no
soporto el silencio, me agobia, me obliga pensar y lo odio. Las tormentas
regularmente dejan sin energía eléctrica la zona, un hueco vacío y sin fondo me
compone y me ahogo en mis pensamientos. No me gusta, me enferma, siento la
angustia atraparme y salgo a caminar.
El vecindario acoge a un puñado de personas, no serán
muchas pero si lo suficientemente ruidosas para mi gusto. La resonante música
metal de la casa al final de la calle, el ladrido incansable de los perros de
la mujer de enfrente, tardes de parrilla en la numerosa familia Méndez. Muchos
odiarían vivir aquí pero es mi hábitat ideal, no me siento solo o al menos
olvido por un momento estarlo.
Doy clases de Historia en un pequeño instituto cerca de
casa. Colegas míos que me dieron la mano en el más duro de los momentos. Su
lastima mi salvación. Años atrás hubiera odiado cualquier acto semejante, ahora
doy gracias a ello. Las clases me ayudan a absorber el tiempo, me
mantienen vivo.
Con la luz yendo y viniendo lo esporádico se vuelve
habitual. Al caer la noche, el silencio incómodo me llena y me obliga a
tropezones salir de casa. Fue así como en mi caminar conocí a la mujer azul,
todos los días y a la misma hora salía a pararse junto a su puerta. Siempre con
el cabello recogido, siempre con un cigarrillo entre los dedos y siempre con un
curioso vestido azul.
Buenas noches, ¿cómo está?, dos palabras y el viento
helado golpeándonos en su paso. Cada noche era la misma, aros de humo que
dejaba escapar de sus labios, mirada perdida en el infinito. Rostro
melancólico, ojos temblorosos, manos aferradas a una realidad que nunca
espero llegase a ser la suya. Nostalgia de un tiempo mejor.
Mis pasos me llevan siempre a hacer el mismo recorrido,
mismas calles y avenidas, cada hogar y los sonidos que albergan me devuelven la
vida. La mujer azul me saluda como cada noche, su rutina es tan estricta como
la mía, en cada bocanada de humo la mujer se encierra en su mundo. La fría y
oscura tempestad que la cubre parece consumirla por dentro.
Poco a poco me doy cuenta que compartimos el mismo vacío,
la sensación de estar viviendo cuando deberías estar muerto. Una noche la veo
sentada abrazando sus rodillas, tiene la cara hinchada y le tiembla la mano al
llevarse el cigarrillo a la boca. Marido desempleado y ahora alcohólico de
profesión. El cielo llora, ella también.
Las sirenas de policía pueden escucharse a lo lejos, un rio
de sangre empieza a formarse en el pavimento. La gente chilla, el tipo grita
con todas sus fuerzas pero de su cuerpo solo escapa un grito ahogado. Aprieta
los ojos con fuerza pero es inútil, se quiebra frente al cuerpo de su pequeña.
Despierto. Llevo ambas manos a mi rostro, me tiembla el
cuerpo.
Los sueños parecen nunca detenerse, siempre vuelven. Un
círculo vicioso que se repite sin cesar. Siento como el estómago me quema cada
mañana, un mal que agobia y machaca día tras día. Converso con la noche y le
platico mis miedos recurrentes, no escucha o no escucho yo. Soy un vagabundo
que le habla a la luna.
El mal tiempo ahora parece eterno, mis salidas nocturnas
son adornadas con copos de nieve y ahí está, como cada noche, la mujer azul
recostada en su propia puerta. Hay brillo en sus ojos, la nieve cae y levanta
las manos como una niña esperando llenarlas, hago lo mismo y sonríe, su rostro
es cálido.
El tenue y gélido viento parece llevarse por un momento
todos mis recuerdos. También sonrío.
El instituto cierra sus puertas al final del semestre. Veo
a cientos de alumnos abandonar las aulas. Una pareja en la estación de autobús
se despide, ella llora, lo ama y el también. Se aferran el uno al otro en un
abrazo eterno, esa sensación de sentirse amado, de pertenecer en alma y cuerpo.
Mis pensamientos por alguna extraña razón no me angustian. Pienso en su sonrisa.
Las noches se vuelven aún más frías, me obligo a quedarme
en casa pero no puedo. Cruzo por las mismas calles y avenidas, casa por
casa pero no logro escuchar nada, no me importa, me detengo en el mismo
lugar de siempre pero no está. Hace mucho frió, doy la vuelta y me sorprendo al
verla caminando al otro lado de la acera.
Los dos perfiles se buscan, se observan, gestos y miradas
entrelazadas. Ella me envuelve en su historia, apenas y roza los veinte, sueños
de escritora, sueños de mujer realizada, sueños de un futuro diferente. Un amor
en negro que roza los abismos, un amor convertido en desilusión, una existencia
agrisada por triunfos exiguos.
Mi historia no cabe en el marco de una pantalla, me
antepongo ante su juicio y marco un adiós. Sus ojos parecen humedecerse al
final de mi relato, me habla del destino y de Dios. Palabras dulces pero mi
adentro calla, años de interminable sufrimiento, desbocadas noches de llanto y
le digo que es imposible borrar esos recuerdos.
Su mirada es tierna, no de lastima como tantas que he
visto. Sus palabras se hacen más fuertes. Todos, en algún momento de nuestras
vidas, hemos querido volver en el tiempo. Empezar de cero, rehacer lo deshecho,
haber no vivido aquel terrible momento. Convengamos en el éxito, en la
felicidad, en vivir de lo vivido y no morir en el pasado.
Ella me habla de una decisión importante en su vida en este
momento, el tiempo se acorta y ya no quiere dar marcha atrás. Se despide con
una hermosa sonrisa, un profundo beso de miradas y el más cálido de los
momentos. La mujer azul se aleja y un sentimiento extraño recorre mi cuerpo.
Vuelvo a sentir.
La mujer es atendida por los paramédicos inútilmente, no
hay nada que hacer. Su marido la sostiene en sus brazos, no hay miedo en los
ojos de la mujer, susurra un te amo para cerrarse por última vez. Un mar
de lágrimas escapan del hombre y la sensación de cientos de puñales clavándose
en su pecho. La abraza con todas sus fuerzas.
Despierto. La casa permanece inmóvil, pareciera que el
tiempo también.
Todo es calmo, es extraño y no doloroso como las otras
veces. Mi programación nocturna continúa en su ritmo. La mujer azul tiene un
rostro distinto, tiene una mano en el mentón y parece conversarle al
viento, fija su mirada en mí y por un momento me pierdo en esos ojos
maravillosos.
Las noches ya no son las mismas, las estrellas me acompañan
y el frió empieza a disiparse como mi aflicción al silencio. La mujer azul es
mi testigo, charlas de miradas, almas heridas embriagadas en un elixir que
consuela, que calma y suelda a pedazos. El silencio no derrota, acompaña y
anhela. El corazón habla, el sentimiento vuela.
La estación se acaba, cruzo por las mismas calles y
avenidas, pienso, escucho y sonrió. Miro su rostro en los ojos de la gente,
escucho su voz en medio de la calle, pienso en su aliento como el viento
tranquilo acariciando mi mejilla. Me vuelvo al firmamento y me deleito unos
segundos de un bienestar y tranquilidad que me llena.
La mujer azul habla con firmeza de su decisión, hay
tristeza también en sus palabras. El acuerdo firmado y el adiós de quien fue
alguna vez el amor de sus sueños. La noche abriga, inmóviles y con la
respiración pausada esperando el más mínimo gesto. Mi adentro estúpidamente
calla, me asegura de un futuro aguardándole a más de 300 millas de distancia.
La más cruel despedida.
Amanece y bajo con mucha prisa cada escalón, cojo las
llaves de mi vieja Ford del 74. Mi corazón grita, acelero a toda marcha a la
estación. La mujer azul aguarda y una última escena. Sus ojos se llenan de
lágrimas mientras le suplico que me invite a compartir un pedacito de su sueño.
Me dispongo a cambiar mi historia, nuestra historia. Se
abre un cofre de ternura, un salto a la vida, sus brazos me encierran para
llenarme de felicidad y en un instante mágico entramos a la eternidad.
Ahora ella es mi sombra, mi fe y mi esperanza. Es mi deber ahora
entregarme a ella hasta el final de mis días.
Mi vieja Ford descansa a unos metros, mi amor avanza a pasos danzarines hacia él. La mujer azul echa vaho en el cristal y escribe su nombre.
Mi vieja Ford descansa a unos metros, mi amor avanza a pasos danzarines hacia él. La mujer azul echa vaho en el cristal y escribe su nombre.
Relato resubido
Me gustó, una historia que pensé tendría un final trágico; cambio en el último momento, eso fue lo que mas me gustó. Creo que al final muchas cosas así son cuando aprendemos a verlas con claridad.
ResponderEliminarGracias por una agradable lectura
saludos
Gracias a ti por pasarte a leer y comentar. Me alegra mucho saber que fue de tu agrado.
ResponderEliminarSaludos.