Cuando nuestra madre
estrella desapareció, los círculos en el cielo ocuparon su lugar por un tiempo.
Nos acompañaron cuando llegó la quinta estación, fueron testigos de las últimas
palabras de Yubé, hijo de Narah, príncipe arconte. También conocieron la maldad
de la plaga escarlata, de cómo los demonios engulleron los mares y de todo cual
habita convertirse en tierra muerta.
Valhair, poderoso
imperio, se alzó con la victoria en la guerra contra Boránohn. Millones de
vidas se perdieron, cientos de miles cayeron después por las enfermedades. Los
azules gobernaron implacables, sus gigantescos titanes de hierro se encargaron
de asolar pueblos y ciudades que osaban oponerse a las sagradas palabras de los
arcontes.
Pero Yubé era distinto a
su padre, mientras que otros solo veían grandeza en el príncipe y toda la
corte, el vio soberbia y entera malicia. Habían sido pues los señores de Boránohn
un enemigo al que temer, con sus dominios en los mares se extendieron más allá
de cualquier otro antiguo imperio. Entonces creció el odio y la envidia, surgieron
nuevos rumores, y rumores de rumores, hasta que finalmente comenzó la gran guerra.
Los Boránohn, con sus imponentes
fortalezas marinas, hicieron casi poner de rodillas a Narah y su séquito. Eso
hasta que de la mano de los mejores ingenieros de Valhair llegaron los primeros
titanes. Desde el comienzo de los tiempos no hubo ninguna otra batalla como
aquella. El poderoso ejército marino agotó sus recursos en la angustiosa
tarea de hacer caer a los colosos. No hubo éxito, no hubo consuelo ni
misericordia.
Extinta fue aquella
ancestral raza, las fosas abisales su orgulloso cementerio. Pero ni siquiera
ahí descansaron en paz los Boránohn, en la ciudad de las agujas conspiraron, la
avaricia y la codicia se impuso. Con horror Yubé contempló como los demonios de
hierro dragaron los mares en busca de hasta el último secreto tecnológico que
se había llevado consigo el derrotado imperio. Sus suplicas no fueron
escuchadas, sus palabras un insulto.
No fue hasta que se alzaron
a mirar hacia el cielo cuando se dieron cuenta del horror que habían hecho. El
manto sagrado que cubría orgulloso nuestra tierra había desaparecido. Nuestra
madre estrella escapó incapaz de observar en sus hijos tamaña maldad. Entonces llovió
ceniza, la quinta estación comenzó para nunca irse y la plaga escarlata empezó a cobrar sus
primeras víctimas.
Pocos se atrevieron,
miles se opusieron. Inútil, pues era demasiado tarde. Las sondas no despegaron,
la tecnología sin alimento yacía muerta. El miedo, la vergüenza, los círculos lo
atestiguaron, luego también ellos nos dejaron. En Zajkat, decimoquinto planeta
de la constelación de Qhanwe, resuenan los gritos mientras la vida se aleja.
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