Del incesante polvo asomaba la
canción de las moscas; cientos de ellas riéndose degeneradas, una tras otra bailando
sobre la carne chamuscada, perversas y
retorcidas criaturas saboreando el dulce
aroma de un caldo caliente de arena, vísceras y dientes.
La cruz en el pecho del apuesto Sawyer
había tintineado inquieta mucho antes de que los primeros calores de la muerte
empezaran a envolverle. Sería para él imposible recordar el momento en que mojó
los pantalones; tal vez fue aquel grito al pie de la colina, o ese cadáver
colgado a la entrada de la aldea. Ya no importaba, el miedo había hecho su
trabajo y ahora arrastrado contra su voluntad tenía que obedecer.
Había tenido un mal
presentimiento cuando la hija del cantinero le había dicho que esperara en
aquella bodega. Sí, todo había ido mal desde ahí. Tres tipos le habían dado una
golpiza, el cantinero incluido, claro. El sheriff tuvo que sacarlo en medio de puños
y patadas para después golpearlo él también. Su esposa usaba un perfume de
lilas encantador, nunca había sido su intención pero bien sabe el diablo como
lo disfrutó.
Nadie había hablado a favor del
pobre Sawyer Kane, el populacho que había exigido enfurecida la horca ahora carcajeaba
satisfecha las órdenes del alcalde. La vieja mina tenía el mismo nombre que el
pueblo. Y BaskerVille era el averno,
muchos estaban de acuerdo y si una lagrimita de las rameras de Madam Lunielle
había caído, no había durado mucho. De la tropa de curiosos infelices ya se
aglomeraban unos cuantos a las puertas del muy concurrido burdel.
Fue así como nuestro amigo
emprendió una larga marcha a un hueco de piedra gigantesco que lo esperaba
hambriento. El sheriff y dos de sus hombres se habían encargado de recordarle
todas esas historias que se contaban de la aterradora devoradora de hombres.
Nadie duraba mucho, según decían. Ni siquiera los capataces, cientos entraban y
nadie volvía. El oro llegaba, eso era lo importante, y como su tata decía,
donde hay oro siempre habrá sangre.
Fue el humo a lo lejos lo que
calló completamente las historias, a menos de un kilómetro de su destino llegaba
sonriente el hedor de la muerte. Muy al oeste, los últimos Cheyenne habían
apilado sus chocitas formando una pequeña aldea. Vivían de lo poco que les daba
la tierra, de la pesca y de la tradicional caza del bisonte. Un grupo pacífico,
noble y orgulloso de las antiguas costumbres.
Había sombras del pasado entre
ambos pueblos, eso era seguro, pero para la mayoría eran buenas personas.
Muchos encontraron en ellos un milagro después de que la plaga de cólera llegara
a aquellas tierras. Y es que conocían el poder de las plantas, sus rezos a la
tierra les devolvió la vida a muchas familias que no encontraban salvación en
la medicina del hombre blanco. Por eso cuando se acercaron más y divisaron el
fuego decidieron ir a investigar.
Sawyer estaba temblando, aquel
grito y el maldito cadáver a la entrada habían hecho que sus dientes
castañearan tan fuerte que creyó que en un momento iban a romperse. El sheriff
y los otros habían desenfundado sus armas desde que bajaron la colina. No solo
ya era el hedor, el Cheyenne de la entrada debía medir como dos metros y se
habían encargado de crucificarlo boca abajo a más de seis.
Tímidas lenguas de fuego
ignoraban satisfechas a los visitantes, su crepitar ya era débil y las que iban
desapareciendo regalaban el horror en los cuerpos que habían sufrido su tacto. A
lo lejos, una mula que se había derrumbado aun pateaba débilmente, una especie
de tormentilla de arena que los golpeó parecía advertirles, pero no fue
suficiente. Tres pasos y un perro salió exhausto de las entrañas del animal, no
había hecho reparos en acurrucarse dentro de él para devorarle, bañado de
sangre y bilis parecía casi divertido de aquellos rostros que no podían dejar
de mirarle.
El más joven del grupo, el
albino, como solían llamarle, casi vació el tambor de su revólver en el cuerpo
de la bestia. Sawyer arrojó todo lo que había en sus tripas ahí mismo, el
sheriff demandó que inmediatamente se levantara y salieran lo más rápido
posible, pero justo cuando estaba a punto de hacerlo una mano cogió la pierna
del rubio que estaba detrás del alguacil, solo alcanzó a escucharse un leve
grito ahogado y el tronar de sus huesos cuando fue arrastrado a una de las derruidas
chozas.
Figuras empezaron a emerger de
los escombros; de pronto eran tres, cuatro, y de pronto muchísimos más. Pánico,
los casquillos caían y seguían apareciendo, reptaban y otros en cambio se
movían vertiginosos, sus cuerpos mutilados y abrasados eran levantados por el
hambre que habitaba en esos ojos. Luego un nacimiento perverso. Una nube
informe de moscas empezó a desprenderse de aquellos que ya no podían levantarse,
una canción nació de ese enloquecido zumbido, algo que bailaba y seducía, algo que se
estiró con un beso a los labios del albino y lo quebró por dentro, lo profanó
y lo transformó en un nuevo siervo del señor de la muerte.
Sawyer Kane tenía una pistola en
sus manos y ni una sola bala, el sheriff tuvo que gritarle enardecido para que
corriera con todas sus fuerzas y lo hizo, el dolor en sus piernas le dijo que
aún estaba vivo. El terror acarició sus cuerpos y rodaron por la colina, del
incesante polvo asomaba ese sonido infernal a sus espaldas y se obligaron a
levantarse. Gritaban exigiendo fuerza a sus débiles cuerpos, gritaban por que
no sea su último aliento, corrían,
tropezaban, hasta que el sonido de una carabina les devolvió el alma al cuerpo.
Skah, viejo ishna witca, lloraba
su gente. Su rostro era un concierto de arrugas que se estremecía, te rompía el
corazón. El hombre blanco nos regaló la codicia, pronunció levemente. La fiebre
del oro llegó a su mermada gente y ahora le había sido arrebatado todo lo que había amado. Un par de ellos, jóvenes osados,
trajeron algo consigo de las profundidades de esa diabólica mina. Tal y como
decían las historias nadie volvía, ellos no lo hicieron, dejaron el alma y
volvieron con cientos de seres devorándoles la carne y los huesos.
Cuando se dieron cuenta de la
desgracia, lucharon, pero fracasaron. El Cheyenne se detuvo a mirarlos fijamente
y dándoles munición a ambos les hizo una seña para que cubrieran cada flanco en
su sigiloso avance. Sawyer negaba con la cabeza lo que sus ojos veían, había
juntado valor suficiente para acompañar a ese par de locos pero aquello era
completamente irreal. Decenas y decenas
de indios se arrancaban sus propios órganos poco a poco, se habían vuelto
carroña de sí mismos y ofrecían gustosos sus carnes a quienes eran fuertes y
podían levantarse.
A Sawyer la visión estuvo a punto
de echarle a vomitar, pero el disparo a su costado alejó el malestar que
rápidamente le obligó a moverse. Era uno de ellos, según dijo el sheriff.
Cogieron una madera ardiendo y el mismo Skah
liberó su aprisionada alma de ese martirio. La reacción de la masa
enloquecida no se hizo esperar, demasiado rápidos, atacaron al alguacil a dentelladas,
fue imposible detener aquella brutal carnicería sin correr la misma suerte.
El cielo seguía más gris que
azul, pero en ese momento borrones negros se apiñaron de forma imposible
nublando el paso de Sawyer y el Cheyenne. Uno a uno los cuerpos extrañamente
fueron cayendo, una mar de pestilencia inundó todo y las moscas en una danza
macabra formaron una densa cortina a su alrededor. Sawyer comprendió lo que
pasaba, prefería el mismo acabar con su vida que correr el mismo destino que el
albino o el resto de indios. No fue así, no fue hasta que el más horrible de
los gritos se hizo escuchar, que comprendió que no era así.
Aquello que parecía una mujer a
cuatro patas empezó a correr directo hacia ellos sin detenerse, le dieron todo
el fuego de sus armas, nada hizo a esa cosa retroceder. El viejo Ishna Witca
intentó torpemente recargar su carabina pero la bestia ya le había arrancado la
mitad del cuello y sus voraces fauces empezaron a morder desesperadamente su
vientre. Si eso había sido alguna vez una mujer, ahora no quedaba rastro alguno.
Sawyer casi aulló al contemplarla.
Sus ojos eran dos cavernas huecas
sangrantes, los brazos estaban doblados en una forma imposible para su cuerpo,
y con el cuello retorcido como una serpiente se alzó solemne en dirección de su
último apetitivo por digerir. Sawyer rompió la cadena que ataba la cruz a su
pecho, en unos segundos de una salvaje acometida había perdido casi la mitad
del brazo izquierdo pero con el otro había clavado hasta la raíz todo el metal
en el cuello de aquel ser deforme.
La bestia chillaba en una lengua
sin nombre, las moscas se introducían en todos los orificios de su carne y se
hinchaba. Sawyer se desangraba, ya no importaba, tomó lo primero que encontró y
que aun ardía y lo tiró encima de aquella perversa atrocidad. Su grito hizo temblar a la tierra del espanto, no
llovió hasta mucho después, cuando el fuego terminó de llevarse el horror y
devolverle la paz a todos los muertos.
Se cuenta que fueron los indios
sioux los que encontraron al agonizante Sawyer Kane, dicen algunos que lo
curaron y vivió muchos años. Otros que volvió al pueblo de Baskerville y lo
ahorcaron, otros pocos que se convirtió en el mejor sheriff que tuvo el pueblo.
Nadie sabe en realidad que pasó con el apuesto Sawyer, la mina cerró y de
la desaparición del pueblo Cheyenne nació una leyenda.
En medio del desierto, cuando el
verano llega a su punto más alto, algún viajero desafortunado llega a escuchar
la canción de las moscas.
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