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RATAS


Yo conduzco y tú duermes a mi lado. El coche se desplaza por la carretera en esta noche cerrada y lluviosa. Y como siempre, ahí está, el silencio, solo roto por el repiqueteo de la lluvia sobre el parabrisas. Vamos a casa y no hay nada más. Llegaremos y volveremos a sentir esa densa nube de impotencia y desidia acumulada entre los muebles de nuestro cuarto.

El agua cae con fuerza sobre los cristales. La luz del coche no consigue dar visibilidad a esta oscura nada en que se ha convertido el asfalto. Es una noche infernal, donde los faros siluetean formas fantasmagóricas entre la niebla y la humedad. Tú callas y duermes, y yo no siento tu ausencia. Hace tiempo que agradezco el vacío de tu conversación insidiosa. Tantos años juntos, un camino recto desde la plenitud al deterioro, desde el amor hasta el rencor de nuestras miradas calladas y sórdidas.

Un rayo cae cercano, peligroso, y dibuja por segundos la carretera trazada con tiralíneas hacia el horizonte. Oteo en la oscuridad. No consigo ver nada delante de mí. Quiero llegar a casa y por eso piso el acelerador. El cielo encapotado y llorón retumba como si fuera a derrumbarse sobre la tierra.

Tus ojos siguen cerrados. Hay demasiada agua. Las ruedas derrapan. Ahora he visto la curva, es cerrada y peligrosa. Veo el muro demasiado cerca. Intento girar el volante, pero he perdido el control y voy directo…

Un coche en la noche dando trompos que atraviesa el muro. Solo un chirriar de ruedas y un golpe fuerte y sordo. Luego después vuelve a posarse el silencio y la lluvia.

. . .

Hemos tenido un accidente y me he desmayado. Ahora vuelvo a tomar conciencia, pero no veo nada. Aun así, noto como la sangre culebrea por mi cara abundantemente. Intento moverme, pero no puedo, estoy atrapado en el amasijo de hierros que es el coche ahora.

Los cristales están rotos. Poco a poco consigo acostumbrarme a la oscuridad que me rodea. Hemos destrozado un muro de piedras viejas y graníticas, y ahora veo tumbas a nuestra alrededor. Es un cementerio. Cae otro rayo y es cuando te veo. Tu cuerpo sigue en el asiento de al lado, pero está decapitado. Ha vuelto la oscuridad, pero he conseguido ver tu cabeza cortada entre mis muslos. Sigues con los ojos cerrados, como si todavía estuvieras dormida. Me reconforta pensar que has muerto antes que yo.

Es entonces cuando las oigo. Su chirriar es imposible de confundir. Son ratas. Intuyo decenas de ellas muy cerca, entre las tumbas, asustadas al principio por el golpe, pero cada vez más atrevidas y curiosas. Las oigo desplazarse hacia el coche. Noto sus uñas arañando la chapa y escucho cómo van saltando a la tapicería de los asientos de atrás. Noto sus hocicos y su aliento muy cerca, olfateando mi cuello. Nos van a devorar.

La luz de un rayo me deja verlas. Están ahí, cientos de ellas, gordas y grises, mirándome con sus ojos inyectados de sangre. Luego te veo a ti. Has abierto tus ojos y me miras sonriendo.

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