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OJOS DE BOTÓN

Una falta clara, eso fue. El mayor del grupo, y el más alto también, insistía en que claramente era penalti y la verdad, todos estaban de acuerdo. Y bueno, nuestro muchacho se tomó su tiempo. Saboreo el instante antes de ajusticiar el arco de su rival. Preparó el remate con una sonrisa maliciosa que desde hacía rato iba creciendo, se detuvo a escuchar el lamento del equipo contrario y golpeó con todas sus fuerzas a ese balón.

El tiro, digamos, no salió como se esperaba. La pelota se elevó demasiado y cayó desvergonzada en el tejado de aquella casa color pastel. Los silbidos no se hicieron esperar por supuesto, no tardaron en convertirse en miradas horrorizadas al notar realmente el lugar en el que se encontraba. La casa del viejo Jack, dijo uno. Los otros asintieron con la palidez llenándoles el rostro.

Muchas historias se contaban acerca del anciano. Según decían, había vivido desde mucho antes que todos en el pueblo, tal vez demasiado al punto de que nadie recordaba hacia cuanto tiempo. Se había montado alrededor de esa pequeña casita un montón de historias absurdas, algunas ya iban demasiado lejos y les había costado más de una reprimenda por parte de sus padres. Para la gente que vivía a su alrededor, era un hombre muy pacifico.

Así que tragaron todo su miedo y decidieron llamar a la puerta del presumiblemente octogenario vecino, rogando que ninguna de las historias tuviera una pizca de verdad. La puerta rechino como en una película, pero el rostro que apareció no era ni por asomo uno que inspirara terror. Fue un muy amable buenas tardes, una cálida bienvenida y una completa disposición para devolverle a su redondo amigo.

No fue difícil trepar al tejado. Eran los mejores años para ese grupo de jovencitos y con un adulto ayudándoles fue pan comido. El asunto se dispuso algo incómodo al momento que les invitó a compartir con él unas deliciosas galletas. Querían seguir jugando, claro estaba. Pero también tenían mucha prisa de salir de ahí, no es que todavía siguieran creyendo esas historias sobre el pobre viejecillo, era… el muñeco, les espantaba a todos.

Tenía aproximadamente el tamaño de uno de ellos, cosido todo sobre una gruesa tela que parecía piel reseca. Eran los ojos lo que más les aterraba, dos botones redondos que parecían no despegarse de su presencia. Es mi mejor amigo, les dijo encantado. Ha estado conmigo por mucho tiempo. Todos y cada uno, aunque algo nerviosos, aceptaron generosamente las galletas y el zumo que luego se dispuso también a compartir.

Las miradas entre cada uno de los jóvenes era de terminar lo más rápido posible para volver a la tranquilidad de la calle. El ambiente se hacía cada vez más pesado con esos ojos observándolos, una extraña sensación que pronto se convirtió en paranoia cuando el más bajito del grupo empezó a aullar de terror. Con el dedo apuntándole, empezó a gritar a pulmón diciendo que lo había visto moverse.

Sumamente convencido afirmaba que lo había visto girar unos centímetros hacia él. Fue un concierto de carcajadas, como imaginaran. Y el viejo Jack sumo la suya al repertorio. Pronto el líder, cuyo nombre era Max, se acercó el muñeco y lo alzó cual harapo. En efecto, no había nada que temer, con los cachetes muy rosados el pobre pequeñín tuvo que aceptar su derrota. Había sido su imaginación, ya era hora de dejar de ver hasta tarde esas películas.

Apuraron y terminaron, las galletas habían estado muy sabrosas. Con un cordial abrazo se despidieron a la calle a seguir el juego. La pelota rodo nuevamente pero esta vez con los estómagos llenos. De pronto el mayor pensó que algo no estaba bien. ¿Habían sido cinco o seis? Pero si todos estaban ahí, reconocía todas las caras y no faltaba ninguna. Es más, no recordaba tener ningún otro amigo en la vecindad.

El futbol rápidamente empezó, y otra vez, para su mala suerte, el balón terminó en propiedad del pobre abuelo. La ceremonia fue la misma, los invito a pasar otra vez, sabrosas galletas y un zumo de naranja exquisito. El juego nuevamente no tardo en reanudar, un equipo estaba siendo goleado sin misericordia. Estaba en una clara desventaja, desde luego, eran tres contra uno. Y si, la pelota volvió a caer otra vez, y otra, y otra vez.

Max era alto, el mayor de su clase y tenía muchos amigos. Y golpeaba, golpeaba el balón en un arco vacío, en un campo de futbol vacío también. Tenía dolor, le dolía la cabeza pero no tanto como la barriga. Le ardía, la sentía hervir allá dentro pero seguía, seguía pateando el balón, más temprano que tarde erró torpemente. El balón había atravesado la ventana de esa mugrosa casa dando a parar a quien sabe dónde.

Llevaba años abandonada, la pintura parecía haber perdido su color siglos atrás, una capa de mugre cubría todas sus ventanas y paredes. Aunque había algo más, allá dentro, su padre y el padre de su padre se lo habían dicho, también lo había escuchado de sus amigos. Si te acercabas lo suficiente, podías divisar desde su ventana a un viejo muñeco clavado de sus cuatro extremidades en una pared. Era horrible decían, tenía ojos de botón.

La luz del día había comenzado a apagarse, y a Max le urgía recuperar su balón. Mañana vería temprano a los chicos en la escuela, pensó. Sus fieles amigos le ayudarían a recoger su pelota, pensó mucho en ellos y tuvo una extraña sensación al despedirse de ese lugar, una sensación que lo acompañaría el resto de su vida, puesto que al día siguiente, y a las semanas, meses y años más tarde, jamás lo volvió a ver.

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