El cielo rugía sobre las grises montañas, mientras las huestes del reino de Seldor avanzaban con el murmullo de la desolación. El ejercicio del príncipe Reyran había sido traicionado, emboscado y masacrado en el diente del dragón. Todavía podían escucharse los desgarradores gritos y las lágrimas amontonándose en la roca besando a sus muertos.
Lurggar sabía de qué de una forma u otra esa noche iban a morir; sentía a los magos cerca, siempre estaban cerca, tenían ojos por todas partes, y eran letales en sus conjuros de sangre. En la batalla de Amnath había visto lo que le podían hacer a un hombre, se regocijaban en su caza con placer, monstruos depravados e inmisericordes que no les importaba sacrificar a sus propios hombres.
Todo el mundo guardaba la esperanzaba de llegar a los desfiladeros. Aunque no lo admitieran, los magos les temían a las gárgolas que vivían en las profundidades; podían sentirles, despertaban al sentir el más pequeño atisbo de magia, y se lanzaban hambrientas a lo que fuera que les llevara su sed de poder. Pero Lurggar temía que fuera demasiado tarde.
— Esta desangrándose—. dijo, Jaddad.
— Si nos detenemos, moriremos todos—. reclamó, Lurggar.
El príncipe Reynar había perdido demasiada sangre, su cuerpo se rendía y con ello, su voluntad. No volverían a ver a su amada Seldor. Era mejor, pensó Lurggar. No tendrían que verla consumida por el fuego. No verían a sus mujeres ser violadas y a sus niños ser vendidos como esclavos a Escadur. El Imperio no dejaría cabos sueltos.
— Conozco el camino a las minas de Cannar, sobreviviremos si evadimos a las gárgolas.
Nadie dijo nada más, escalaron el lado sur de la montaña y descendieron. Al caer la noche, el príncipe ya había muerto, y en la oscuridad, sin tiempo para lamentar a su señor, los monstruos cayeron para arrebatarles su fe. Se llevaron al príncipe en medio de un grito desesperado de Jaddad, su carne, alimento para esas bestias, y ni siquiera les tomo unos minutos.
La danza de sombras termino con la cabeza de Jaddad rodando por la hierba, y Lurggar cayendo por uno de los desfiladeros.
El destino le hizo aferrarse a una afilada roca, trepó buscando alejarse del sonido de la magia chocando porque, tal y como había supuesto Jaddad, los habían seguido aun sabiendo a lo que se enfrentarían. Vencerían, por supuesto, y a cualquier precio. Desde los tiempos del rey Vagrad, no se había visto tamaña temeridad.
Antes del amanecer llegó a una de las gargantas de Cannar, y se lamió las heridas esperando el momento. Porque lo encontrarían, pero en un sitio tan maldito su magia no les serviría, y por fin podría pelear en igualdad de condiciones, pero bajo el arte de la espada de los Seldor.
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