Después del primer día juntos, la vida se transformó en una rutina sencilla. Desayunaban en el mercado, en un quiosco de una pareja de jóvenes sudafricanos. Nadaban toda la mañana, hasta que el sol los empujaba de regreso a la frescura del Hotel, donde hacían el amor bajo las lentas aspas de madera del ventilador.
Por las tardes exploraban el laberinto de estrechas calles detrás del Puerto, o hacían expediciones a pie por las colinas. Cenaban en restaurantes frente a la playa, y bebían en los patios de blancos salones, mientras la luz de la luna se rizaba en el borde de las olas.
Y poco a poco, sin palabras, ella decidió acabar con todo y regresar. Sonreía cuando la montaba, la penetraba, y con las manos acunando sus caderas y sus labios apretando con fuerza, ella buscaba el lugar, el punto, la frecuencia que la llevase a casa.
No había que ser un experto para darse cuenta de todos los detalles. Los ojos reflejaban un dolor y una inercia que cualquiera sería capaz de leer, y sus palabras; largas espirales de frases borrosas que se desmadejaban para unirse al ruido del mar.
Una mañana él despertó solo, cuando apenas el cielo se aclaraba en la ventana de su dormitorio ella era recibida en el aeropuerto por su marido, y su pequeño niño de tres.
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