Capítulo III
Magnus
Magnus odiaba el invierno. Era en esa estación donde su asma empeoraba, su presión arterial se disparaba, y su peso se elevaba hasta casi redondear las dos centenas en la balanza. Y es que la cantidad de comida que ingería podía hasta triplicarse en esas fechas, y no es que no lo evitara, solo que… se negaba a trabajar a esas temperaturas tan bajas. Su único consuelo era su paquete de canales Premium y toda la comida que podía ordenar por teléfono. Y sin embargo, ahí estaba, conduciendo su destartalado Chevrolet a casi seis grados bajo cero.
En la radio sonaba Queen, se relajó y casi se animó a tararear la melodía un poco cuando noto que la salsa de su tortilla había escurrido manchando su pantalón y camisa. El mundo era tan cruel con él porque estaba gordo, lo habían enviado aquí y allá, y las noticias no dejaban de ser peores que las anteriores. El mundo es cruel, le había dicho su madre. Cuánta razón tenía esa mujer.
Antes de revisar el GPS de nuevo alcanzó a divisar una camioneta a lo lejos. Cuando se acercó, unas preciosas chicas le hicieron un montón de señas para que se detenga. Limpió con fuerza sus gruesos lentes antes de bajar su ventanilla, y por un momento creyó que todo era producto de su imaginación. Pero ahí estaban, rubias y voluptuosas, sin ningún ánimo de robarle o matarle, así que como un elegante caballero se estacionó para rápidamente ponerse a sus órdenes.
Descartó de su mente todos esos gestos incómodos, también las risitas ahogadas que le llegaban cada vez que les daba la espalda. Por supuesto que se encargó de exhibir todas sus habilidades con ayuda de su caja de herramientas. Les dio su nombre, teléfono y hasta su dirección, y cuando se dispuso a compartir las tortillas que tenía en su camioneta, ellas ya habían pisado el acelerador. Tan de mañana y con tanta prisa, pensó.
Un largo suspiro, decepcionado y compungido se puso en marcha otra vez, había reconocido el rostro de una de las chicas de uno de los anuncios de perfume en la ruta hace unas horas, y ni siquiera había tenido tiempo de pedirle un autógrafo. Era un tipo sin suerte, aunque tampoco es que tuviera idea de quien era, en realidad no conocía a nadie en esa maldita ciudad, pero Arnór probablemente sí, y seguro hubiera podido intercambiar a cambio de piernas de pollos del restaurant de comida rápida en el que trabajaba.
El día apenas comenzaba, y solo se había encargado de sumar combustible a su depresión.
Siguió las coordenadas hasta adentrarse en el bosque, aceleró un poco, y cuando empezó a abrirse camino se dio cuenta que faltaba una hora para que sean las ocho. Tenía que hacer esa llamada. Apagó la radio y el semblante de Magnus cambió, había que ponerse serio, tenía que cumplir con el trabajo o terminaría en algún lugar helado trabajando con Arlett. Tuvo miedo ante esa posibilidad, esa mujer era el demonio, Arnór aseguraba que incluso era mucho peor.
Cuando por fin aparcó, se movió rápidamente preparando todas sus cosas. La cabaña tenía lo suyo, le gustaba, puso un poco de leña y acomodó las sillas como Arlett le había enseñado en la pequeña salita. Ordeno lo mejor que pudo, y silbando muy alegremente volvió al auto para abrir la enorme cajuela. Ahí estaba, el rímel chorreando sus mejillas le daba un aspecto espantoso. Era tan bella, y hace unas horas se había visto obligado a dejarle unos huesos rostros.
Después de cerciorase— más de una vez—, de que estaba lo suficientemente sujeta, procedió a quitarle el trapo que le había metido hasta la garganta. Vomitó un poco, y cuando alzó la cabeza le escupió. Se quitó los lentes, y antes de que pudiera decir algo le escupió otra vez. No alcanzó a secarse por completo cuando repitió la operación una última vez. Su puño la golpeó, y el impacto la hizo volar un par de metros hasta chocar salvajemente contra la pared. Se asustó al instante, ahora parecía no tener cara, se movió deprisa y la levantó.
— No debiste hacer eso.
Movió el cuello, eso era bueno. No la había matado, y por un momento pensó que lo había hecho. Esperaba hablar con ella al menos un poco. Volvió a sentarla y comenzó.
— ¿Dónde está?
Ya no se movía, gemía mientras sus pegajosos cabellos parecían cubrir el desastre que era su rostro. Había reaccionado como un demente, que iba a hacer ahora si ni siquiera obtenía una pequeña respuesta.
— Tu amigo está muerto... —susurró, casi sonriendo.
— ¡Ya sé que está muerto! Pregunté, ¿dónde está? —gritó, con los puños apretados a punto de hacerlos sangrar.
Se había dejado llevar otra vez. Esto no estaba bien, Arlett era buena en esto, realmente era muy buena, pero ella no estaba, así que lo habían mandado a él.
— Chilló… como una perra mientras le desollaban…
Mentía, por supuesto que mentía, entonces no tuvo más remedio. Se alejó un poco, respiró muy hondo e hizo el signo de Kann, su ÁBARA empezó a moverse entre sus dedos, en apenas unos instantes se hicieron completamente negros hasta que el maleficio tomó forma. La lanza desnuda y perfecta tenía su misma altura, la redujo un poco para luego con sus dos manos clavarla con fuerza en el muslo derecho de la asesina.
Gritó, lloró, se revolvió y le imploro que se detenga. La lanza se clavó atravesando la vieja madera del suelo sin dificultad hasta llegar a la roca y hundirse unos metros más. Su ÁBARA empezó a caminar, y el veneno en su signo fluyo descendente hasta pudrir todo su pie. El dolor tenía que ser espantoso, si de algo estaba seguro Magnus, era de eso. Y por fin comenzó a hablar.
— ¡Una chica! ¡La TERCERA…dice que encontró a una chica! …lo juro por Dioooos—aulló, temblando a punto de perder el conocimiento.
Era una hija de puta.
— Tú no crees en Dios, Dahaka. Nadie de nosotros lo hace. ¡Deja de mentirme! ¿Qué chica?—respondió.
— No… no había nada—tosió un poco antes de continuar—ni una sola marca, algo…algo pasó, cuando llegamos… ya había terminado.
Deliraba, y no había vuelta atrás. Brais había caído, esa era la única verdad que había confirmado y que por más que se repetía se negaba a aceptar. Mierda, pensó. Era un buen cocinero, y al final nunca le confesó ninguno de sus secretos. Todo había pasado demasiado rápido. ¿Qué había venido a hacer a este rincón frio y oscuro del averno? ¿Y por qué se habían encargado de cubrirlo todo tan bien? Se sentía como un inútil, no había obtenido nada al fin.
Islandia era el culo del mundo, Brais debió encontrar algo, algo que ni siquiera a sus hermanos se atrevió a confesar. Ahora que le iba a decir a Alayna, se sintió muy triste, se encogió.
— Hagas lo que hagas… saben todos… que no ganaran.
Tenía razón. Y se odiaba por ello.
— Que los devoradores te encuentren… no nacido…
El veneno había comenzado a extenderse por todo su cuerpo. Todavía podía salvarla si quisiera, pero no lo haría, se lo debía a Alayna. Todos lo entenderían al final. De todas formas… la guerra ya estaba perdida.
— Cuando termine contigo, te encontraran a ti primero. —rugió, pegando su frente al rostro de la asesina Dahaka.
— No… no… había nada… cuando… pero la chica…tiene el poder… escuché al SÉPTIMO… dijo algo… la TERCERA—sus ojos parecían a punto de reventar—la TERCERA… dijo… que el hijo de Ehgon escapó.
Entonces lo comprendió todo, y Magnus la miró, horrorizado. Tenía que hacer esa llamada.
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